El feminismo es un movimiento social, político, ideológico y una teoría crítica que ha permitido instalar una perspectiva de género, así como visibilizar, reflexionar y deconstruir los discursos hegemónicos que han estructurado la sociedad no solo por centenas de años, sino que por gran parte de la historia de la humanidad; permitiendo y perpetuando, según las diferencias categoriales de los cuerpos sexuados, la dominación de un grupo humano por sobre otros. Aún, son esos discursos que corren por las venas de nuestra cultura dormida, que consolidan construcciones teóricas encerradas en su propio mundo y/o que patrocinan la ciencia presa de los intereses dominantes, lo que hace que muchos saberes, profesiones y técnicas terminen siendo, en cierta medida, dispositivos sostenedores de estas desigualdades; por ejemplo, en el área de la salud mental siguen predominando ciertos discursos patologizantes respecto a personas que su vivencia no encasillan en las clasificaciones tradicionales del sexo biológico.
Justamente esta área de la salud mental, específicamente de la psicología, cobra importancia en términos de los discursos hegemónicos, porque siendo un saber (un territorio de poder), va a describir, definir y determinar las vivencias en salud mental que van a ser consideradas patológicas de aquellas que no. Esto suscita desde este posicionamiento, toda una matriz disciplinar que va a delimitar el “tratamiento”, en su amplia definición de la palabra, que se le va a dar a la experiencia subjetiva, es decir, el tipo de diagnóstico, las estrategias de enfrentamiento, las posibles soluciones, etc. Por otro lado, es hoy en día la psicología, un área del conocimiento que tiene un reconocimiento social importante, en que alguna de sus teorías y su ciencia se han popularizado, lo que hace que muchas personas se expliquen sus vidas desde ahí. Lo que construye realidades que muchas veces no han tenido una reflexión profunda respecto a qué responde tal teoría o resultado científico, dentro del marco de un sistema cultural, político y social determinado.
En este sentido, los conceptos y la discusión que el feminismo entrega, nos permite descifrar los diversos fenómenos en salud mental, desde una perspectiva que nos garantiza que los ojos de la profesión se mantengan bien abiertos ante las relaciones de poder asignadas en función del sexo, subyacentes a un orden social y que a veces, se traducen en sustentos diagnósticos legítimos para vivencias culturalmente acorraladas. Una clara localización de esta realidad se observa en un libro hegemónico en salud mental, llamado “Manual diagnóstico y estadísticos de los trastornos mentales” (DSM), ampliamente utilizado en los ámbitos de la psiquiatría y la psicología clínica, que estando en su quinta edición, supone criterios válidos y confiables para el diagnóstico mental.
En su primera edición “DSM I”, publicado en el año 1952, la homosexualidad estaba consignada como una enfermedad mental dentro de la categoría de “desviaciones sexuales”, lo que se relaciona con supuestos desajustes psicológicos. No fue hasta el año 1973 que en su edición número dos esta patología fue eliminada, sin embargo, durante todo ese periodo se alentaron investigaciones y tratamientos conductuales correctores de la orientación sexual “enferma”, poniendo de manifiesto una indiscutible apropiación de las subjetividades basadas en una sociedad patriarcal, en que los roles según sexo e identidades estaban y siguen estando aún fuertemente naturalizados. No obstante, en el DSM III (1980), incluyó el diagnóstico de “homosexualidad egodistónica”, para referirse al intenso malestar sobre la propia orientación sexual, que si bien en la actualidad no existe, da cuenta de una patologización en base a la heteronorma y no en una socialización rígida desconocedora de los derechos sexuales y subjetivos de las personas, siendo el individuo quién carga con el estigma y la discriminación de una patología establecida por discursos predominantes.
Bajo lo anteriormente descrito y dando cuenta de las implicancias de este tipo de diagnósticos, la última versión del manual (DSM V, 2013), plenamente vigente, consigna dentro de los “trastornos de la identidad sexual”, la patología denominada “disforia de género”, que refiere a “el individuo que presenta una marcada incongruencia entre el sexo asignado biológicamente y el que se vive o se siente” (APA, 2014). En primer lugar, la perspectiva de género nos permite dilucidar que la “incongruencia” que se patologiza responde a un orden social que no ha terminado de deconstruir el sistema sexo-género precedente, ni de reivindicar los derechos de las diversidades. En segundo lugar, es preocupante que dentro de los criterios para dar el diagnóstico, en el caso de los niños, se establezca: “marcada preferencia por los juguetes, juegos o actividades normalmente realizadas o usadas por el otro sexo” (APA, 2014), ya que los juguetes, juegos o actividades, al responder a una construcción cultural, no son ningún sustento serio más allá de meros estereotipos, en caso que se quisiera determinar algún tipo de malestar psíquico referente a la identidad sexual. En tercer lugar, queda evidenciado que no se ha roto con el orden binario del sexo biológico, actualmente se han descrito por lo menos 5 sexos distintos; ni de la identidad de género, desconociendo la realidad gender queen, así como tampoco de la expresión de género, obviando la experiencia andrógina. Por último, al consignar una categoría llamada “disforia de género” en este manual, da pie a que diversas voces puedan señalar justificadamente como patológico esta vivencia, estigmatizando, discriminando, tratando de corregir, en nombre del modelo médico, a quien no encaja dentro de los cánones tradicionales.
De la misma manera, una relación de poder que permea peligrosamente ciertos discursos psicológicos, se ubica en el conjunto teórico respecto a la violencia intrafamiliar (VIF), que en términos generales refiere a todo maltrato cometido por uno o varios integrantes de la familia, que afecta la vida, integridad física o psíquica de otro, perteneciente al mismo seno familiar. En base a esta información, el estado chileno ha proporcionado programas especiales para víctimas de VIF, tiene leyes particulares para su sanción, protección de víctimas y son los tribunales de familia quienes están encargados de tomar las medidas necesarias para llevar a término la violencia. Sin embargo, cuando en torno al 80% de las denuncias registradas son hechas por mujeres, con un promedio de 100 mil mujeres denunciantes por año (Fiscalía Chile, 2016), lo que está pasando es que la VIF está encubriendo un sistema de relaciones sociales jerárquicas, en que el poder lo detentan los hombres. Así, al ser tratado como VIF y no como violencia de género, necesariamente el problema retorna rápidamente al ámbito de lo privado, es decir, al interior de las familias, reproduciendo y ocultando el dominio macro estructural hacia las mujeres.
Psicología y Perspectiva de Género en una relación indisoluble
En este sentido, se hace realmente importante que las y los psicólogos, sean conscientes que la violencia de género es siempre una violación a los derechos humanos, porque el estado, mediante una serie de mecanismos, impide el ejercicio real de la libertad e igualdad en dignidad y derechos entre las personas. Por ejemplo, tal como se mencionó, mientras el fenómeno de la violencia de género en ciertos ámbitos, siga tratándose a nivel estatal como VIF, no hay garantía del cumplimiento de los derechos humanos, porque a fin de cuentas, no se está subvirtiendo el poder, sino por el contrario, hay un respaldo en las desigualdades en desmedro de las mujeres, proporcionando una especie de solidaridad a la supremacía del hombre, con el acto de tratarlo como un problema familiar y no estructural.
En un sistema cultural androcéntrico, es imposible asegurar la igualdad entre las personas, justamente porque la cosmovisión está puesta desde la masculinidad hegemónica, que termina permeando a todos los espacios sociales, en definitivas a todas las personas. De esta manera, la mujer no es un sujeto total de derechos, porque la masculinidad, al detentar el poder, fácilmente la va a silenciar, violentar, devaluar, inhibir, controlar, finalmente dominar. Por esta razón, se hace imprescindible tener una perspectiva de género a la hora de trabajar en salud mental, porque la subjetividad que se va a construir en las mujeres es muy distinta y diametralmente desventajosa con respecto a las vivencias de los hombres.
Desde esta perspectiva, no nos debe sorprender, por ejemplo, que los trastornos alimenticios tales como anorexia o bulimia, sean más prevalentes y predominante en las mujeres, pensando que los cuerpos de las mujeres han sido históricamente apropiados por los hombres, en que un mecanismo de control es mediante una serie de exigencias y expectativas con su fisonomía. Bajo esta misma idea, es muy distinta la ansiedad que puede vivir un hombre al transitar en la vía pública, que el vivido por la mujer, puesto que la concepción objetivada de las mujeres como “bien público” que ejerce el patriarcado, permite que los hombres se sienten con el derecho a piropearlas, acosarlas, fastidiarlas, abusarlas, etc. En este ejemplo del vivenciar diferenciado, son ellas quienes tienen que modificar sus rutas de desplazamiento y horarios para evitar estas situaciones violentas.
Por esta razón, se hace necesario saber que psicológicamente dos personas pueden tener exactamente el mismo cuadro sintomático, por ejemplo, una depresión, pero la vivencia de esta, incluso las causas, los factores mantenedores y/o la forma en que la psicopatología está configurada en el sujeto, va a ser distinta cuando la padece un hombre, a cuando la padece una mujer. Excluyendo la historia singular de cada sujeto, en el ejemplo de la depresión, no puede estar constituida de igual manera cuando las mujeres han sido socializadas desde la infancia en desventaja con los hombres, con menor autonomía, posicionándolas en un lugar más restrictivo en diversos ámbitos de la vida, por ejemplo, en el placer sexual, en que sus oportunidades de vida son comparativamente peores, como las diferencias salariales, los escasos chances para obtener cargos importantes, desigualdades en salud, educación, etc.
Precisamente, estas relaciones de poder estructurales, van a tener un impacto psíquico en todos aquellos grupos humanos que por alguna u otra razón han sido dominados por grupos que detentan alguna tecnología de poder. Es el caso de los de raza blanca por sobre la raza negra, los ingleses por sobre los españoles, los europeos por sobre los latinoamericanos, los de clase alta por encima de las clases bajas, los heterosexuales por arriba de los homosexuales o los hombres por sobre las mujeres, entre otras. Ser conscientes de esta jerarquía es más que relevante para la profesión, porque dentro de la estructura social en que algunos son o pueden ser marginados, su realidad va a estar susceptible a ser potenciada por otras características de discriminación que va a repercutir en la realidad de esa persona, un fenómeno que se denomina “interseccionalidad”. Por ejemplo, en Chile, una mujer de raza negra, haitiana, de clase baja, no va a vivir una depresión de la misma manera que una mujer de raza blanca, europea, de clase alta, porque en el caso de la mujer haitiana, esa depresión estará potenciada por otras características de discriminación. Si, por ejemplo, la depresión la viven dos personas chilenas, de clase baja, homosexuales y de fenotipo indígena, pero uno es hombre y la otra mujer, a pesar de tener diversas características de discriminación, el hombre estará mejor posicionado en oportunidades, expectativas sociales y ventajas en el pronóstico, por el solo hecho de ser hombre.
Comprender una patología sin perspectiva de género es insuficiente
Bajo todo lo anteriormente expuesto, es indispensable tener presente que la psicología tiene cierto reconocimiento social, por tanto, no se puede dar el lujo mediante su saber, respaldar o colaborar con la fraternidad patriarcal. Esto se puede observar, por ejemplo, cuando un psicólogo aparece en algún medio masivo de comunicación, explicando desde las teorías referentes a los sociópatas, las razones y las series de características o rasgos que gatilla a un hombre agredir gravemente a una mujer o violarla, omitiendo e invisibilizando toda una estructura social que ha posibilitado hacer sentir a ese hombre con el derecho de atentar contra esa mujer. En este sentido, se hace necesario construir opiniones bajo la luz de los valores de la sostenibilidad social, basados en la justicia de la igualdad y equidad, justamente porque los discursos van construyendo realidad, y el deber ético del profesional, tiene que asegurar en no ser un dispositivo reproductor de las injusticias y desigualdades estructurales.
De esta manera, los diagnósticos y/u opiniones que se dan desde la psicología, deben tener necesariamente una mirada crítica ante los discursos hegemónico, para poder interpretar y explicar los diversos fenómenos en salud mental en su mayor complejidad posible. Para desde ahí, propender a la emancipación de las personas de estas relaciones de poder mencionadas y que, sin duda alguna, de manera directa o indirecta, están relacionadas con el malestar psíquico. Así, darle tratamiento a una persona bajo la concepción de plenos sujetos de derechos, va a permitir por lo menos generar conciencia para romper con las ataduras de un sistema patriarcal. Para generar cambios, es necesario tener ciudadanos activos, porque aún la cultura está media dormida ante la lucha por reivindicar derechos, subvertir el poder y cuestionar las dinámicas injustas pre establecidas. El feminismo sigue siendo la alarma que está despertando a una cultura somnolienta.
Autor: Matías Astorga Torres